Uno más que se va

Ayer mientras cerraba los candados de mi maleta recordé que hace pocas semanas había decidido borrar absolutamente mi computadora personal e instalar todo nuevamente en un intento por mejorar su rendimiento. Después de algunas horas el cambio era evidente. Tenía una computadora más rápida, más eficiente, casi como nueva. Había pasado de esa máquina lenta y problemática a una superior después de unos cuantos clics. Fue ese último clic del candado el que me hizo darme cuenta de que, a diferencia de mi computadora, yo no podría borrar toda mi memoria y recomenzar una vez que me vaya para siempre de aquí. Definitivamente mis recuerdos no serán bits de información que son destruidos y reemplazados por otros. Estos recuerdos me seguirán acompañando. Será triste, será doloroso y será para toda la vida.

Hoy sumo una unidad más al conteo de los venezolanos que parten de manera casi definitiva. Una cifra que aumenta casi a la misma velocidad de la de los venezolanos que son asesinados, robados y encarcelados injustamente. Por este mismo piso de colores por el que hace minutos caminé, han transitado muchos otros, miles, quizás cientos de miles, que motivados por muchas razones han decidido comenzar una nueva historia en otro lado. Las razones son tan variadas como los colores en el piso y tan tristes como los rostros de los familiares que se despiden. Hoy me tocó a mí, después de pensarlo, de planificarlo, de buscar la forma de hacerlo lo mejor posible. Hoy, yo me voy.

Antes de ésta, tuve otras oportunidades de irme que no tomé y muchas otras que decidí no explorar. Después de todo, siento que fueron los últimos acontecimientos acá los que me impulsaron a tomar finalmente la decisión. Antes de formar parte del grupo de venezolanos que se van, formé parte del grupo de venezolanos que se quedan sin empleo porque el gobierno decide no pagar a las empresas privadas. Simplemente de un día para otro no tienes trabajo sin importar tus estudios, tu experiencia o tus capacidades. Formé parte también del grupo de venezolanos que son robados a mano armada, los que son amenazados por un policía, los que son maltratados por un funcionario público y los que deben quedarse con su carro destruido porque un motorizado sin placas, sin licencia y sin casco los choca al atravesar a toda velocidad un semáforo en rojo. Tampoco son recuerdos fáciles de olvidar.

Es difícil tener la oportunidad de emigrar y decidir quedarse en un país sin medicinas, con una inseguridad monstruosa y una inflación cada día mayor. Sin embargo, hay muchos que lo hacen. Supongo que se quedan por el único motivo por el cual hoy me siento triste, haber dejado atrás a mi familia. De todos modos, la frágil esperanza de poder ayudarlos desde el exterior y poder traerlos a verme es ligeramente mayor que la tristeza de haberlos dejado en el caos que hoy se vive en Venezuela. Es esa frágil esperanza la que finalmente decide quién se va y quién se queda.

Hoy mientras caminaba por el aeropuerto vi niños, ancianos, hombre y mujeres llorar y despedir a quienes querían. Los vi cuando hacían un esfuerzo por grabar en su mente las últimas imágenes de sus hijos, esposos y familiares. Recordé cuando hace unas semanas escuché en una entrevista a algún funcionario del gobierno dar las cifras de los venezolanos que decidían emigrar. Hablaba con la frialdad de aquel que sabe sumar y restar, pero no sabe exactamente qué es lo que suma o lo que resta. Tranquilamente decía que eran muchos los que se iban, pero también muchos los que se quedaban y muchos más los que ocuparían el lugar de los que se iban. Mostraba algunos gráficos en los que aquellos que emigraban eran suplantados por nuevos profesionales “revolucionarios” que sí se quedarían por siempre acá. Así como si cada uno de los que estaba allí en el suelo multicolor del aeropuerto fuese una celda de Excel que cambia de contenido cuando se dese ¡Qué manera de no entender el problema!

Sé que en algunos minutos cuando mi avión empiece a volar y lo que se ve de Caracas se disuelva entre las nubes, no miraré hacia atrás. Los rostros de las personas a quien extrañaré no los encontraré en los techos desteñidos y los hoteles en ruinas de La Guaira. Cuando mi avión empiece a volar prefiero mirar el rostro de la chica de quien me enamoré y que me acompañará en esta travesía. Cuando mi avión empiece a volar no miraré por la ventana buscando gente que le ruegue a gritos a los pasajeros que no se vayan, puesto que este país se acostumbró a dejar ir a la gente por muy valiosa que sea. Cuando mi avión empiece a volar solo habrá lágrimas por los familiares que dejo atrás. Cuando mi avión empiece a volar dejaré que Caracas y Venezuela no sean más que un pequeño punto más sobre el horizonte. Después de todo y por lo visto, el que se va no es más que eso, un pequeño punto más en una estadística.